El matrimonio entre los romanos no era respaldado por escrito; había una ceremonia con testigos donde además era entregada la dote de la mujer (si es que tenía una), y por supuesto también una fiesta. No había tampoco ningún alcalde o párroco que presenciara necesariamente la ceremonia. Era un acto privado “que ningún poder público tenía porqué sancionar”, pero era obligatorio llevar testigos. Al principio solo se podían casar los patricios (descendientes diresctos de los fundadores de Roma), pero hacia el 445 a.C. se pudieron casar también los demás ciudadanos, incluídos los plebeyos. Los que nunca se pudieron casar fueron los esclavos, los extranjeros, los actores y las prostitutas.
La convivencia de una pareja era tolerada; así lo demuestra la diferencia que había entre matrimonios con mano (cum manum) y las uniones sin mano (sine manu), en el primer caso la mujer pasaba oficialmente a obedecer a su marido, mientras que en el segundo caso, a pesar de dejar la casa, la mujer seguía bajo el mando de su propio padre.
El adulterio era algo grave que daba derechos al padre o al marido de matar a su hija o esposa, y también al amante. Sucedía cuando un hombre, casado o soltero, era sorprendido en el acto con una mujer casada. Si la mujer era soltera, o si era una prostituta o extranjera o esclava, no se consideraba adulterio, aún si el hombre con el que era sorprendido era casado.
El matrimonio tenía relación con asuntos legales, sin que la falta de un documento escrito representase un problema pues siempre se efectuaban las debidas investigaciones. Tenía relación con el patrimonio (sobretodo en lo relativo a la herencia), con la legitimidad de los hijos y con la dote, sobretodo porque el divorcio era perfectamente legal, incluso frecuente (sobretodo en las clases altas, pero se sospecha también que entre la plebe; César, Cicerón, Ovidio, Claudio, se casaron tres veces). El divorcio era tan informal como el matrimonio, y bastaba con que uno de los dos cónyuges se decidiera y celebrara el acto ante testigos. La mujer, tanto si ella se había separado como si había sido repudiada, se llevaba su dote; los hijos en cambio, al parecer, se quedaban con el padre. Se divorciaban y volvían a casar con mucha frecuencia, por lo que era normal ver en una casa hijos de distintas madres, además de los adoptados.
La edad mínima para el matrimonio era de catorce años para los hombres y de doce años para las mujeres. Para poderse casar debía haber consentimiento mutuo y además aprobación por parte de ambos padres. La fecha preferida para casarse era en junio, poco antes del solsticio de verano (21 de Junio), cuando el sol está en su apogeo. Una de las costumbres matrimoniales era la presencia de diez testigos como también la de los regalos de boda. “La noche de bodas se desenvolvía como una violación legal” pero habían también algunos hombres que respetaban la timidez de su mujer, solo que en tales casos la sodomizaban; igual costumbre ha sido hallada en China. El matrimonio era un medio legal de enriquecimiento (por la dote), pero era sobretodo la manera que tenían los romanos de mantener el núcleo familiar (nombre de familia) y de traspasar el patrimonio de una generación a otra. En Roma, “la monogamia reina con exclusividad”, tanto en el matrimonio como en el concubinato.
El día antes de la boda la novia dedicaba los juguetes de su infancia a su Lares familiar (dios familiar representado en estatuillas a la entrada de la casa cuya función era protegerlos de los extraños), y también su bulla (collar protector del mal de ojo que usaban desde el octavo día de nacidos). El día de la boda se iniciaba con un cortejo; se encendían antorchas que seguían un camino hacia la casa del novio. La prometida, que iba con un velo en su rostro, era acompañada por tres niños que debían tener a sus padres aún con vida. Dos niños iban tomados de la mano al lado de la novia, mientras que el tercero iba delante con una antorcha de espino que había sido encendida anteriormente en la casa de la esposa. Se consideraba que los restos de esta antorcha tenían la capacidad de otorgar longevidad. Se sentaba a los novios uno al lado del otro, ambos con la cabeza cubierta por un velo, en un banco cubierto con piel de oveja ofrecida en un sacrificio. Después continuaba con un acto en el que el novio daba una vuelta a la derecha del altar, tomaba un poco de sal y un pan redondo de espelta (una variedad de trigo), el panis farreus, que ambos compartían. Tal acto consagraba la unión y la mujer pasaba en ese momento de las manos del padre a las manos del flamante marido.
La estimación de la mujer es un tema moral, y la moral con respecto a ella tuvo un cisma más o menos en la época del emperador Augusto, cuando éste modificó ciertas leyes para que los ciudadanos se decidieran por el matrimonio; había habido una crisis de la nupcialidad (o difusión del celibato). Antes de dicho cambio moral, la mujer era una pertenencia más del jefe de la familia, al igual que los hijos y los esclavos, claro que siempre gozó del derecho al divorcio; el matrimonio era un deber cívico más que una amistad, mientras que la nueva moral, afirmada sobretodo por los estóicos, proclamaba al matrimonio como una amistad, como la unión de dos seres que no se juntan solamente para procrear sino para vivir juntos toda una vida: “si lo que se quiere es ser un hombre de bien, sólo se puede hacer el amor para tener hijos; el estado conyugal no sirve para los placeres venéreos”.
Sin embargo, la nueva moral emparentada con el estoicismo, transformaba al ideal de pareja en un deber, donde deben evitarse las peleas y hablar bien de las respectivas mujeres. En este punto contrastan las palabras de Séneca, que considera a la mujer al igual que un amigo, con las de Cicerón, para quien la mujer es un niño grande que hay que cuidar a causa de su dote y de su noble padre”, o también como a una adolescente de por vida. Por otra parte, el marido ultrajado pronunciaba un discurso denunciando a su mujer, tal y como lo hizo Augusto con las aventuras de cama de su hija Julia, o Nerón, con el adulterio de su esposa Octavia.
“Nada más ajeno a los romanos que el sentido bíblico de una apropiación de una carne; no rehusaban casarse con una divorciada o, como el emperador Domiciano, volver a tomar por esposa a la que mientras tanto lo había sido de otro marido. No haber conocido durante toda la vida más que a un solo hombre era sin duda un mérito, pero únicamente ciertos cristianos emprenderán la tarea de hacer de ello un deber y pretenderán que se prohíba a las viudas casarse de nuevo”.
Los historiadores no se explican el cambio moral ocurrido en Roma; “lo único comprobado es que la causa no fue el estoicismo; la nueva moral contó con partidarios entre los enemigos de los estoicos y entre los neutrales”. El estoicismo, en su versión primitiva, enseñaba que el individuo debía convertirse en réplica mortal de los dioses, autárquico e indiferente a los golpes de la Fortuna, pero pronto quedó convertido en una versión docta de la moral corriente, en boca de gentes cultas, que olvidaban la finalidad de la postura autárquica. La antigua moral grecorromana de dominio de sí y autonomía (nadie es digno de gobernar si no es capaz de gobernarse) dejó de ser una virtud cívica convirtiéndose en un fin, al igual que el matrimonio, que de deber cívico (amor a la patria) se convirtió en un fin, en un ideal de vida.
Si bien la nueva moral tenía en mayor estima a la mujer, no dejaba de considerarla naturalmente inferior, y por lo tanto, debía permanecer sumisa. Lo que sí cambió fue la condición del adulterio: al contrario de la antigua moral, la nueva considera graves el adulterio tanto del hombre como de la mujer. El estoicismo y su doctrina de dominio de si mismo pronto empezó a proclamar reglas de conducta: no se hace el amor más que para tener hijos, no acariciarse demasiado, control de los gestos de ambos esposos, y pensar bien cada deseo; “no se puede considerar o tratar a la propia esposa como a una amante” decía Séneca. Veynes recalca que aunque la moral estoica del paganismo se parece en muchos aspectos a la moral cristiana, difiere esencialmente en que la primera proponía y la segunda, con la Iglesia de por medio, trataba de regir conciencias, convencidas o no
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